El perreo de Pitágoras. Los cimientos matemáticos de reggaetón

Este relato es una historia sobre la filosofía, las matemáticas, el perreo, el reggaetón y la obsesión con la precisión del saludo; hecho con mucho humor y amor (huamor).

¿Y cómo es posible semejante mezcla? (te escucho a lo lejos dudar, lectora o lector).

Para adentrarnos en esta historia, empecemos por la importancia que tiene el saludo para nuestro protagonista. Saludar es, en efecto, una actividad social donde las reglas invisibles de la cortesía nos indican que demos el «buenos días» (si es de día) al encontrarnos con un semejante.

Sin embargo, dentro de esta tendencia de mínimos sociales existe un tipo de individuo, protagonista de nuestra absurda historia, caracterizado por la finura casi milimétrica para ubicar el saludo con precisión a lo largo del día.

Súmele a todo esto del saludo elementos matemáticos, filosóficos y el ritmo del reggaetón y tendremos los pilares de nuestra historia. Vamos a narrarla.


Nuestro protagonista era un profesor de matemáticas de la universidad con formación filosófica y apasionado del reggaetón. Rondaba los 50 y se llamaba a sí mismo Bebé, nombre que hizo suyo debido a una canción que le entusiasmaba:

Canción que da nombre a nuestro héroe.

Dentro de los círculos académicos nuestro Bebé era un reputado doctor, debido, principalmente, a su importantísimo trabajo científico que recibía el siguiente nombre:

El Perreo de Pitágoras. Los cimientos matemáticos del reggaetón.

Su investigación ubicaba el inicio de este género musical en la época del filósofo de Samos. Pitágoras fue para Bebé —según fuentes de un tal Diogenes Laercio Junior— el primero que realizó la danza del perreo en toda la historia. Su tesis iba, en efecto, de bailes, matemáticas y filosofía, pero también de una cosmovisión inspirada en el reggaetón. Para él, dicha sencillez musical era una virtud y su intención era buscar la manera de reducir la complejidad del vivir a la simpleza de una canción de reggaetón.

Tras mucho investigar, nuestro doctor llegó, definitivamente, a una conclusión que afectaría a su conducta diaria. Su manera de actuar con los demás se centraría en la correcta forma del saludar.

Pero —te escucho refunfuñar, lectora o lector, indignado—. ¿Qué maldita relación existe entre ese tipo de música y el afán de un «buenos días» bien dado? Mi respuesta (basada en los estudios del «Doctor Bebé») es que lo simple y predecible de lo primero se ha de trasladar a lo segundo. Si la canción era monótona y tenía siempre la misma base y letras, habría que convertir aquella monotonía en regla general de interacción con los demás. Con esto se intentaría fijar (para controlar) los posibles momentos impredecibles del día empleando los «buenos días», «buenas tardes» y «buenas noches» sin —y esto era muy importante— ambigüedad.


NOTA: Si no consigue, lectora o lector, ver ningún tipo de verosimilitud en esta teoría matemática y filosófica descabellada quizá debería alegrarse, pues su estabilidad mental está a años luz de la de nuestro desquiciado doctor.


Pues bien. Era una mañana cualquiera en la vida de Bebé. Ese día no tenía nada que hacer así que decidió ir raudo a su tienda de música de confianza. Su objetivo era comprar el último disco de Don Omar, su artista de reggaetón favorito (con permiso del autor de Buenos días bebé).

La tienda de discos predilecta de Bebé.

Se dirigió a su destino y al entrar al establecimiento el dependiente, con mucha
educación, le saludo y le dijo (¡a las 13:00 horas!) «buenos días». Bebé, embriagado de precisión horaria y asustado por el imprevisto de medición del tiempo, miró el reloj y le soltó —asqueado y con desprecio— lo siguiente:

— Disculpa (ignorante), será: “buenas tardes”.

El trabajador le sonrió, a pesar de que le hubiera gustado acabar con la vida del doctor ahí mismo, y le respondió:

— Tiene razón, disculpe (imbécil): “buenas tardes”.

Aclarado esto, y tras un intercambio comercial, nuestro protagonista decidió
abandonar el local y poner rumbo a su casa para escuchar su nuevo disco.

Pero algo imprevisto iba a ocurrir que ni el «buenas tardes» aplicado sin ambigüedad podría resolver. Para ese mismo día la naturaleza había programado un acontecimiento con el que Bebé no contaba (ni quería contar). En ese preciso instante tendría lugar un eclipse solar. Si había
una relación directa entre la hora, la luz del sol y el correspondiente saludo, ¿como diablos iba a sortear tremendo imprevisto horario, fruto del eclipse, nuestro fan de Don Omar?

Y entonces ocurrió. La luz que entraba radiante a las 13:10 por la puerta del establecimiento desapareció en la penumbra del eclipse.

Eclipse que confundió por completo a Bebé.

Bebé, con su disco en la mano, y ya casi fuera de la tienda, sufrió un repentino shock. Tras producirse la oscuridad el dependiente alzó la voz y certificó (con sensación de triunfo) lo evidente:

— ¡Qué pase buenas noches señor!, le dijo, con sorna, al autor de El perreo de Pitágoras.

Escuchando y recogiendo las palabras del vendedor como quien toca una barra de hierro ardiendo, Bebé colapsó y no pudo más. El mundo sometido a precisión milimétrica se le hizo azar.

Tras este desgraciado acontecimiento, Bebé recordó su canción favorita de Don Omar. No paraba de cantarla a viva voz, tratando así de recobrar su cordura:

«¡LA NOCHE ESTÁ BUENA PA UN PISTOLEO!» —gritaba con furia infernal.

Con este estado de ánimo, Bebé entró de nuevo en la tienda de música. Enfadadísimo fue directo a la sección de su artista predilecto. Buscó el mencionado disco y se hizo con él. Con pasos violentos fue donde estaba el dependiente. Le apartó violentamente y le susurró al oído con pasiva agresividad:

— Buenas tardes caballero.

Ya detrás de la barra, buscó el reproductor de CD. Quitó el disco que allí había (algo de Maluma) y puso La noche esta buena a todo volumen.

La canción que acompañaba todas aquellas noches de insomnio de Bebé mientras trabajaba en su tesis doctoral.

Tras esto, se subió al mostrador y se irguió en señal de absoluto triunfo. Situado encima de la barra empezó a cantar con pasión y perreó como nunca había perreado en toda su vida. Poseído por el ritmo, no cesó ni un momento de moverse con violencia ante la incrédula mirada del vendedor.

¿Qué cree, lectora o lector, que hizo, tras esto, nuestro intrépido protagonista? ¿Se dejaría embaucar por el convincente estribillo y lo llevaría a cabo? ¿Estaba, efectivamente, esa noche «buena pa un pistoleo»?

Pues siento desilusionarle pero nada de eso ocurrió. Sin embargo, la imagen que cualquiera se puede hacer de la escena que he intentado describir ya produce, creo yo, suficiente emoción: doctor en matemáticas con formación filosófica de unos 50 años que se llama a sí mismo Bebé, baila reggaetón con la fuerza de mil soles encima del mostrador de un establecimiento de discos.

Señalar que este bello acontecimiento tuvo lugar durante horas. Su canción favorita se reproducía en bucle y no paró ni un instante de bailarla. Ni el dependiente pudo detener esta danza infernal, que, tras insistirle multitud de veces que lo iba a echar, se cansó, cerró el establecimiento con Bebé dentro y se fue a su casa.

Si esto se inicio sobre las 13:15, aproximadamente, se prolongó hasta las 2:00 de la madrugada y más allá. En torno a las 5:12 Bebé, exhausto, se quedó dormido. Soñó que estaba en la universidad, en la ceremonia del día que le hicieron doctor.

Bebé —en una breve enajenación creyéndose Pitágoras— recibiendo su doctorado.

Tras serle concedido dicho honor, nuestro héroe explotó en una danza sin igual. En el transcurso del sueño pasaron las horas, los días, y los años… vio su vida pasar y al universo colapsar; pero Bebé no paró ni un sólo instante de bailar.

A las 9:45 de la mañana llegó el dependiente para iniciar una nueva jornada laboral. Encontró al apasionado fan de Don Omar durmiendo encima del mostrador, moviendo ligeramente el pie como si de un perro que sueña (con mucho ritmo) se tratase. No dudó en acercarse a él y propinarle un bofetón. Bebé abrió los ojos lentamente. El dependiente, temiendo la reacción del psicópata, le dijo cuando aquel despertó:

— Buenos días, buenas tardes y buenas noches o lo que usted quiera, señor.

El autor de El perreo de Pitágoras miró su reloj. Tras ver la hora y la luz del día suspiró aliviado. Bebé había escapado de una pesadilla de caos e imprecisión. De la boca de nuestro doctor sólo salió —con una ligera sonrisa de alivio y recordando su canción favorita— un firme:

— Buenos días…. Bebé.

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Por Skinner Carpeta

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